Pichon-Rivière habla sobre J. Lacan
Pichon-Rivière habla sobre J. Lacan
El artículo, en forma de entrevista, fue escrito por Pichon Rivière en base a
un cuestionario previo
A.P.: Si usted fuera J. Lacan ¿qué autocrítica se haría?.
Dr. Pichon-Rivière: Si Pichon-Rivière fuera J. Lacan su
autocrítica se realizaría siempre desde la perspectiva de Pichon-Rivière, ya
que nuestra amistad no se fundó en identidades, sino en coincidencias, en una
modalidad de pensamiento que como dialogo incluye la discrepancia.
Nos acercó una común
pasión por el psicoanálisis, por su desarrollo. Nuestro encuentro, verdadero
“reencuentro” se dio en el congreso de psicoanalistas de habla francesa (1951)
en el que ambos éramos relatores. Encuentro que coincide con un momento
particularmente fecundo del psicoanálisis francés. No puedo dejar de mencionar
a otro gran amigo: Daniel Lagache, a Hesnard, a Nacht, a Françoise Dolto.
El pensamiento
psicoanalítico se abría a la influencia de las corrientes filosóficas
dominantes: la fenomenología, el existencialismo, el marxismo.
Los aportes de Sartre,
Merleau Ponty, Lefevbre, Politzer, se incorporaban a nuestros marcos referenciales,
en mi caso, marcando un hito definitivo en la construcción del ECRO.
Me unió a Lacan -entre
otras cosas- una convicción militante en relación a las inmensas posibilidades
creativas del pensamiento freudiano. Y hablo de militancia porque en ese momento
la creatividad en el marco de las sociedades psicoanalíticas significaba
enfrentamientos, combate, quizá ruptura. De todo esto supimos largamente Lacan
y yo.
Nuestro encuentro fue
un “coup de foudre”. Creo que Lacan me sintió “lacaniano, así como yo lo sentí
pichoniano”. No somos ni lo uno ni lo otro, pero Freud, el surrealismo y la
cultura francesa fueron las claves de una amistad inmediata, que permanece
inalterable en el tiempo. Así me lo mostraron nuestros sucesivos encuentros, el
último en Paris en 1969. No mantenemos correspondencia, pero amigos y
discípulos, entre ellos Nasio y Massotta, constituyen un nexo, una vía de
comunicación entre nosotros.
Ustedes me preguntan:
si yo fuera Lacan, qué autocrítica me haría; como decía más arriba, la autocrítica
jamás sería tal sino la que surge desde mi propia perspectiva. Sería entonces
el cuestionamiento que desde un esquema conceptual, referencial y operativo se
puede plantear a otro modelo teórico y operacional.
No es esta la
circunstancia para tal polémica, pero en principio apuntaría mi crítica al
idealismo lacaniano, a ese esencialismo que se desliza en su planteo de la
problemática del deseo. Planteo que encuentro impregnado de la concepción
hegeliana del sujeto, como primariamente, como esencialmente, deseante de
deseos. Concepción que incluye la dialéctica, y en ese sentido permite
comprender ciertos aspectos del desarrollo del sujeto, de su historicidad, de
su carácter relacional, pero que escamotea los fundamentos, las bases
materiales de esa historicidad. En consecuencia la historicidad misma queda
soslayada.
En tanto idealista,
esencialista, lateraliza el, para mí fundante, interjuego necesidad –
satisfacción. Interjuego intrincado con el desarrollo de las relaciones
sociales, y que, en el aquí y ahora está determinado y reglado, en última
instancia, desde las relaciones sociales.
Ese sujeto deseante,
sujeto del deseo, es, antes que nada, sujeto de la necesidad y sólo por esto
sujeto del deseo. Es a partir del
concepto de necesidad que se esclarece el carácter social e históricamente
determinado de la esencia del sujeto. Es este concepto el que permite
comprender la dialéctica sujeto – mundo. Abordar a ese sujeto en sus
condiciones concretas de existencia en su cotidianidad.
Como Escuela, nos ha interesado,
particularmente en el último tiempo, trabajar la temática de la necesidad, el
rol de la contradicción necesidad – satisfacción en la constitución y
desarrollo del sujeto.
Ese trabajo, inserto
en el contexto de la reflexión psicológica contemporánea, reedita
imprescindiblemente la polémica materialismo–idealismo, en tanto la discusión
remite al análisis de las concepciones del Hombre y la Historia desde las que
se elaboran los distintos modelos conceptuales.
Esta preocupación por
las ideologías, que como concepciones del hombre y el mundo subyacen -y en
última instancia conforman- los modelos teóricos no es especulativa, ya que son
estas concepciones las que orientan, o más aún, organizan los criterios de
salud y enfermedad. A su vez estos criterios son los que dan direccionalidad a
la acción transformadora de la relación analítica, acción en la que cobra
sentido nuestra reflexión teórica, a la que a su vez fundamenta.
La pregunta llevó al
señalamiento de las discrepancias con Lacan. Querría subrayar una coincidencia
fundamental: la que hace al análisis de la situación triangular básica y del
vínculo como estructura de relaciones, sistema complejo que incluye la
presencia estructurante del tercero. Utilizo mi terminología, no la de Lacan,
pero insisto, este es un punto de encuentro en lo teórico.
En 1969, discutiendo un trabajo mío, Lacan me preguntaba: “Pour quoi
Psychologie Sociale, pour quoi pas psychanalisé?”. Creo que su pregunta
sintetiza las coincidencias y las discrepancias.
El definir a la psicología,
en el sentido estricto como social, significa que se enfatiza el problema del
determinante en última instancia de los procesos psíquicos, el papel que cabe a
las relaciones sociales como condición de posibilidad del orden humano, y por
ende del psiquismo.
Lacan, al entender que
mi planteo era psicoanálisis, marcaba la coincidencia fundamental ya
mencionada: la referente a la génesis del sujeto en el interior de la
estructura vincular. El que yo insistiera en caracterizarlo como psicología
social, remite a las diferencias que a mi entender existen entre la concepción
del sujeto relacional del psicoanálisis, el sujeto relacional de Freud y Lacan,
y la concepción del sujeto agente, productor, protagonista de la Historia, a la
vez que producido, configurado en sistemas vinculares y en tramas más complejas
de relaciones que plantea la Psicología Social que postulamos.
A.P.: Pocos psicoanalistas de nuestro medio tuvieron la
oportunidad de conocer personalmente a Jackes Lacan, ¿cuál es su impresión
acerca de la personalidad de este autor, su estilo de vida y las vivencias que
Ud. recogió de su contacto con Lacan, ya que en la Argentina básicamente se lo
conoce a través de su obra?
Dr. Pichon-Rivière: Lacan es un tipo simpatiquísimo,
afectuoso, comunicativo, que sabe muy bien de qué habla y hasta dónde puede
llegar con su interlocutor. No todos tienen esa imagen de Lacan, y creo
comprender por qué sucede esto. Él es un hombre que despierta envidia,
rivalidad.
Sentí que mi diálogo
con él era profundo. Pudimos, en nuestras charlas, plantearnos las cosas
básicas del psicoanálisis, los temas que hoy emergen.
Nuestro primer
encuentro fue precedido por una situación particular que permitió un
acercamiento mayor.
El primer día de mi
llegada a París salí en busca de una dirección en la que sabía que un siglo
atrás había vivido el tutor de Isidore Ducasse, Conde de Lautreamont M.
Davasse. La dirección era 5, rue de Lille. No encontré allí rastros de
Lautreamont ni de Davasse, pero el centro de mi interés por el conde se
centraba allí, en el 5, rue de Lille, en el que momentáneamente quedaban
varadas mis investigaciones.
Al día siguiente se
inició el congreso de Psicoanálisis. En esa inauguración tanto Lacan como yo
leímos nuestros relatos. Lacan se acercó,
charlamos y me dice: lo espero esta noche a comer en casa, y agregó con
cierto aire de broma: “tengo una sorpresa para Ud.”. Cuando leo su tarjeta
recibo una sorpresa que no era la preparada por Lacan: su dirección, 5, rue de
Lille. Lacan vivía en la misma casa que yo visitara la mañana anterior
siguiendo los pasos del conde.
El clima de
encuentros, de asociaciones, de sorprendentes coincidencias, el clima mágico
Lautremoniano, se instaló entre nosotros. Yo sentía es noche, mientras caminaba
hacia lo de Lacan que iba hacia Lautreamont. Me decía a mí mismo: “ca marche”.
Y así fue que la sorpresa programada por Lacan era la presencia de Tristán
Tzara, quien me acaparó esa noche. El tema no podía ser otro que el Conde de
Lautreamont, el punto de partida de la poesía moderna, el más grande de los
poetas, según el surrealismo. El ídolo de Breton.
He querido con este
relato mostrar a J. Lacan. Un hombre sensible, sutil, refinado, generoso. Él
conocía mis investigaciones sobre Lautreamont, podía compartir el doble interés
que su obra despierta para la literatura y para el psicoanálisis, porque en
ella se encuentran lo siniestro con lo maravilloso. Porque en esa obra,
“diabólica y extraña, burlona y aullante, cruel y penosa, en la que se oyen a
un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la
locura”, como dijera Darío, se hace presente con violencia inédita, el
inconsciente.
El, Lacan, sabía lo
que significaba para mí conversar con Tzara, y aún antes de conocerme
personalmente, arregló ese encuentro en su casa de París, un típico
departamento parisién, con las paredes cubiertas con cuadros de Masson. El
surrealismo penetraba desde allí, los muebles antiguos, los libros en todas
partes, también apilados en el suelo, me dieron un reconfortante sentimiento de
familiaridad.
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